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lunes, 1 de febrero de 2016

SÍ, DIOS EXISTE de Fernando Sebastián

Publicamos este artículo de M. Fernando Sebastián escrito sobre antigua polémica. Nos quedamos con la reflexión de este teólogo y ahora cardenal.





SÍ, DIOS EXISTE
La pregunta sobre Dios es inevitable. Alguien ha dicho que es lo que nos distingue de los animales. Nos distingue de los animales la capacidad de percibir la realidad en cuanto tal, esa capacidad de vernos existiendo como desde fuera, el poder sorprendernos ante el hecho misterioso de existir. Esa vinculación a lo real, a la realidad en cuanto tal, es lo que nos lleva sin remedio a preguntarnos por qué existimos, por qué el ser y no la nada. Más familiarmente podemos decir que los hombres tenemos necesidad de saber si existe Dios para saber del todo qué y quiénes somos nosotros. Como no sabemos del todo quiénes somos sin saber quiénes son nuestros padres, tampoco sabemos del todo qué es el hombre sin saber si ha sido creado con sabiduría y amor por un Dios personal que cuida de nosotros, o bien somos el fruto casual de una evolución que nadie sabe cómo ha empezado ni cómo ni por qué ha llegado a donde ha llegado. Si no existe Dios, eso quiere decir que detrás de nosotros no hay nadie, estamos aquí sin razón ninguna, por pura chiripa, en la soledad más absoluta. El llegar a ser de una manera o de otra pertenece a nuestra identidad y marca esencialmente nuestra existencia.

En estos momentos, en la formación y en la vida de los cristianos es muy importante clarificar y fortalecer la convicción de que en el origen de todo existe un Ser personal que nos pensó y nos trajo al mundo de lo existente como fruto de su sabiduría y de su amor, por el simple deseo de multiplicar en nosotros el gusto y la belleza de ser y de vivir. Si leéis el capítulo primero de la carta de San Pablo a los Colosenses veréis esta misma afirmación pero más completa, más hermosa. Dios creó un mundo y creó la humanidad para que pudiera existir Jesucristo como joya del mundo, como coronación de todo y justificación de toda su obra. Pero dejemos esto y volvamos a la cuestión estricta de la existencia de Dios.

Hay un primer camino para indagar si Dios existe o no. Es el camino discursivo, racional, filosófico. La cuestión de Dios ha sido la gran cuestión de todos los grandes filósofos y de todas las grandes filosofías. En este camino racional no se puede intentar opinar sobre Dios directamente. A Dios nadie lo ha visto, ni para afirmarlo ni para negarlo. Lo que decimos es que este mundo, nosotros mismos, de cuya existencia no podemos dudar, no seríamos posibles si no existiera ese primer Ser espiritual e infinito que llamamos Dios. ¿Cómo explicamos esto?

Un primer argumento es el del orden. Lo existente, el mundo, la materia, el universo, los seres vivos, nuestro organismo, nuestra mente, todo lo existente, es tan maravilloso que no se puede comprender que haya comenzado a existir sin que alguien, dotado de inteligencia y con el poder de hacer existir a lo que El quiera, lo haya pensado previamente y lo haya querido así. Basta pensar en la complejidad de nuestro organismo, es imposible que por puro azar, se haya formado el ojo, y a la vez haya aparecido la luz, tan hechos el uno para la otra. Alguien ha tenido que pensar en el conjunto y hacer que fuera así.

Otro argumento es el de la contingencia. Es sencillo. Todo lo que existe a nuestro alcance es contingente, quiere decir que podría no existir. Nada ni nadie tiene como nota suya el tener que existir, todo podría no existir. Y surge la pregunta, si todo podía no existir, ¿quién decidió o cómo se decidió que lo que podía no existir comenzara a existir?. Antes de todo lo contingente, tiene que haber un Ser necesario, un Ser que no pueda no existir, capaz de decidir a favor de la existencia de todos los demás. Ese primer Ser, necesario, que no puede no existir es el Amor, es nuestro Dios, Ser infinito que es puro Amor.

Y otro argumento parecido es el de la imposibilidad de la nada. Me explico. Es evidente que si alguna vez no hubo nada de nada nunca hubiera habido nada. Si ahora existe un universo y existimos nosotros, quiere decir que nunca hubo nada, porque de la pura nada nunca hubiera salido nada. No importa cómo nos digan los científicos que se han ido formando las cosas, con evolución o sin evolución, con explosión inicial o sin explosión. Si hubo una explosión inicial ¿qué es lo que explotó? ¿de dónde provenía esa concentración de energía que comenzó a desplegarse hasta constituir el universo? Porque está claro, de la nada no puede salir nada. En la pura nada no hay nada que pueda explotar ni pueda poner en marcha proceso alguno. Siempre el Ser estuvo presente. Un Ser en forma infinita, ilimitada, afirmándose por Sí mismo, llenando el vacío de la nada, sosteniendo la frágil existencia de todos los existentes. Ese Ser que se afirma por sí mismo es Dios, ese Ser supremo del cual luego Jesús nos dirá que es Padre, Hijo y Espíritu, Amor infinito en Sí mismo y para todos los existentes.

Otro argumento, un poco más complicado, se puede componer a partir de la estructura de nuestro propio ser como seres libres. Si estamos hechos para vivir y amamos la vida y el ser de manera ilimitada, es signo de que la vida y el ser existen ilimitadamente, porque si no nosotros seríamos seres imposibles, no existiríamos. La evolución no da lugar a un ente que está hecho con referencia esencial a algo que no existe. Si aparece el ojo es porque hay luz. Si vivimos para amar al bien infinito es que ese Bien infinito existe. No puedo estar hecho para algo que no existe, a imagen y semejanza de la nada. Eso de “ser para la nada” es contradictorio. Si fuéramos para la nada seríamos nada. La nada no puede configurar al ser. Lo que es, es en relación con los demás seres. Y si el hombre está hecho para la vida ilimitadamente, quiere decir que esa vida ilimitada existe, hay un Ser concreto que existe ilimitadamente. Ese Ser ilimitado, infinito, es nuestro Dios, el Ser que es Amor, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

La otra vía complementaria la podemos llamar histórica, religiosa, cristiana. La explico resumidamente. Los hombres vivimos unos de otros. Todos recibimos la aportación de todos los demás. Toda la humanidad formamos como una unidad en la que todos vivimos de las aportaciones de todos. En la historia de la humanidad hay un hombre excepcional que se presenta como testigo e Hijo de Dios y es reconocido por sus discípulos como Hijo de Dios. Me refiero, claro está a Jesús. Por honestidad con nosotros mismos, para vivir plenamente en la realidad humana, los hombres estamos obligados a plantearnos el “enigma Jesús”.

Prescindir del testimonio de Jesús es deslealtad con uno mismo, falta de humanidad. Este hombre, de cuya existencia no se puede dudar, que se presenta como testigo de Dios (“he venido al mundo para dar testimonio de la Verdad”), es digno de fe o es un iluminado medio loco. De su vida y de su muerte se deduce que es digno de fe, luego también lo es en lo que nos dice de Dios. El nos dice que somos hijos de Dios, que Dios es nuestro Padre, un Padre bueno, misericordioso, que nos perdona, que quiere hacernos participar de su vida gloriosa eternamente. Aquí podríamos leer la maravilla del Sermón de la montaña. El sabe de lo que habla, puede hablar de Dios porque viene de Dios, vuelve a Dios a preparar nuestra morada. Lo que dice Jesús sobre Dios aclara, confirma y perfecciona lo que nosotros podemos barruntar sobre El con nuestra cabecita. Y lo que nosotros podemos saber de Dios por nuestra cuenta, queda confirmado, ampliado enriquecido con lo que Jesús nos dijo de una vez para siempre.

Esta cuestión de la existencia de Dios no es indiferente. En torno a la afirmación y al conocimiento de Dios organizamos nuestra visión del mundo y toda la composición de nuestra vida interior. Podemos decir que somos consecuencia, reproducción en pequeño del Dios (o del ídolo) que adoramos. Si adoramos al dinero nos hacemos dinero, nada; si adoramos al Dios infinito y santo nos hacemos santos e infinitos. No es Dios fruto de los deseos del hombre, como decía Feuerbach, sino que los hombres somos fruto del Dios que adoramos. Pensadlo un poco.

Monseñor Fernando Sebastián

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